Antes de vapulear o elogiar a Marcelo Bielsa, convendría poner las cosas en su debido contexto. Porque el prestigioso, polémico y siempre entretenido entrenador argentino llegó a la selección uruguaya en circunstancias singulares, sin las cuales su desembarco no hubiera sido posible.

Hagamos un poco de historia (reciente). Óscar Tabárez fue, sobre todo, el impulsor de un cambio que terminó de profesionalizar el proceso de selecciones nacionales y que dejó múltiples conclusiones positivas, porque impulsó a líderes de valía como Diego Forlán, Edinson Cavani y José María Giménez, porque exigió un determinado estándar de respeto, de educación y de seriedad a los seleccionados, porque realizó Eliminatorias de muy buen nivel, y porque ganó la Copa América y salió cuarto de un Mundial inolvidable. Pero también negativas, porque muchas veces se conformó con poco, porque deportivamente desaprovechó el impresionante trío conformado por Cavani, Forlán y Suárez, porque subutilizó a jugadores de enorme talento, y porque confundió la imprescindible disciplina de quien debe mandar con el personalismo excesivo de quien se cree dueño de aquello que debe administrar.

De una mezcla de esos factores derivó su calamitoso final, entre sospechas nunca totalmente desmentidas de que algunos referentes veían con beneplácito un eventual cambio de rostro. Luego de que la Asociación Uruguaya de Fútbol descartara a sucesores cuya nominación hubiera tenido algún grado de lógica, la intercesión de los símbolos celestes –particularmente de Diego Godín– en el proceso de toma de decisiones hizo que su presidente, Ignacio Alonso, eligiera a Diego Alonso, un hombre de currículum gris que, sin embargo, en el tramo final de Eliminatorias le inyectó otra actitud al seleccionado.

Pero el modo en que personas foráneas al cuerpo técnico incidieron en la conformación de la escuadra titular que Uruguay presentó en Qatar fue altamente pernicioso, sacrificó el talento de futbolistas de enorme valor, como Sebastián Coates, Nicolás De la Cruz, Darwin Núñez y Federico Valverde, e hizo añicos la ilusión de los hinchas.

En ese marco hay que entender la designación de Bielsa, considerando que Ignacio Alonso quería –aunque probablemente nunca lo admita públicamente– “desterrar a los históricos”, tarea que, de acuerdo con su óptica, ningún entrenador uruguayo emprendería. Como Ricardo Gareca, otro argentino laureado, no satisfacía su paladar, buscó por todos los medios contratar al rosarino, pese a que las condiciones del acuerdo serían onerosas e implicarían que el extécnico de la selección chilena estuviera poco en Uruguay.

Así llegó Bielsa, sobre quien inicialmente la afición y parte de la prensa especializada tenían muchas dudas, pero quien las ha despejado largamente en los últimos días, luego de la victoria de Uruguay contra Brasil que puso fin a una sequía de 22 años. Es lógico: la falta de plan B de la que Bielsa se enorgullece está hecha tanto de talento como de convicción y de dogmatismo. Y como la realidad es más compleja que los fanatismos, de él se pueden decir cosas aparentemente contradictorias, pero ciertas.

Indudablemente, no es bueno que fuera de la cancha Bielsa sostenga un discurso demagógico, simplista e intransigente sobre los medios de comunicación, ni que dentro de la cancha destierre a todos los históricos que tengan 30 o más años, que sobrevalore a futbolistas solo por el hecho de ser rápidos, y que su figura táctica sea inflexible y deba ponerse por encima de las individualidades, lo que genera la obligación de jugar con punteros, por mediocres que sean, y de dejar en el banco de suplentes a una superestrella del Flamengo como De Arrascaeta.

Pero sí es bueno que Uruguay juegue de igual a igual con cualquier potencia, que prefiera proponer antes que “limitar al rival”, sin por ello renunciar a su ADN, que Valverde sea percibido en su real dimensión, que termine de descubrir la jerarquía de Nicolás De la Cruz, y que les dé el lugar que se ganaron a jugadores de élite como Darwin, Manuel Ugarte y Ronald Araújo, el fenomenal zaguero del Barcelona.

Y algo más: también es bueno, después de la pasión de Tabárez por ver la vida de color marrón, un poco de alegría. Aunque esté, como no podía ser de otra forma, revestida de una cuota nada desdeñable de locura.

Solo el tiempo dirá si será de la linda.

Por TERABITE