Una de las características de la política argentina actual es el vértigo. La sucesión desbordada y veloz de acontecimientos que coquetean con el borde del acantilado se manifiesta de diferentes maneras. Como una sensación de catástrofe inminente que, en tanto no termina de concretarse y ante la rapidez de su discurrir, se nos presenta como en cámara lenta. Como la emergencia repetida de hechos violentos, algunos muy graves que, seguidos por otros de un tenor semejante, parecen haber ocurrido hace mucho tiempo pese a ser bastante recientes. También, como formas de expresión pública de la
identidad y la oposición políticas que se materializan en barbarismos superlativos, insultantes e inaceptables, pero que a fuerza de repetirse amplificados provocan apenas una sorpresa momentánea, para pasar a la siguiente, hasta el punto de que se puede decir y escuchar casi cualquier cosa sin escándalo. Quisiera invitar al lector a detenernos durante apenas unas cuantas líneas sobre una sola palabra, porque pienso que su utilización política podría tener consecuencias graves.
Las sociedades humanas en general, las occidentales en particular, casi con seguridad en los últimos tres o cuatro siglos, son agonales, esto es, se desenvuelven a partir de relaciones conflictivas entre grupos identificados de la manera que sea. Se podría adaptar la definición de quien fuera, de acuerdo con sus amigos y adversarios, el mejor escritor socialista de la Inglaterra de su tiempo, y afirmar que la política tiene lugar cuando “algunas personas, como resultado de sus experiencias comunes, heredadas o compartidas, sienten y articulan la identidad de sus intereses entre ellas y contra otras personas cuyos intereses son distintos y, en general, opuestos a los suyos” (EP Thompson, The Making of the English Working Class. Nueva York: Vintage, 1966, 12).
Pero la forma en que se modulan esos conflictos no están dadas de antemano. Cuando un grupo social que se encuentra en una situación de poder o que se siente amenazado por otro utiliza formas retóricas y estéticas que tienden a animalizar, demonizar o cosificar al adversario, se clausura el espacio para la ambivalencia y las características del conflicto cambian. Una consecuencia posible de un proceso de ese tipo es la transformación de los otros en una masa indiferenciada, carente de identidades individuales, cuya existencia no merece reconocerse salvo para ser eliminada o sometida y, de esa forma, contribuir a la purificación de una comunidad que se presume en riesgo.
Desde hace al menos una década, en Argentina, han aparecido en el vocabulario político cotidiano formas de expresión que rondan ese límite, aunque en general sin franquearlo. Son modos de poner en palabras el conflicto político que tienden a transformar la rivalidad en completa ajenidad. Javier Milei dio un paso preocupante en dirección al vacío en una entrevista que tuvo la gracia de conceder a Esteban Trebucq, en el canal A24, el 14 de septiembre pasado.
Como al pasar, transcurridos 40 minutos de un cuasi-monólogo confuso, el candidato a la presidencia lanza, como al pasar: “Para hacer eso tenés que ser Dios y estos tipos no son Dios. Es más, te diría que los políticos, dada su catadura moral, son sub-humanos […], o sea, son unas basuras”. El periodista siente que algo está mal, quiere que el entrevistado se explique, pero nada de eso ocurre y la letanía continúa. Al contrario, esa expresión es grave y me gustaría tratar de explicar por qué.
Hace muchos años, Reinhart Koselleck, un historiador alemán importante, decidió estudiar las formas de describir al sí mismo y al otro como dimensiones importantes de la construcción de la sociabilidad política (“Sobre la semántica histórico-política de los conceptos contrarios asimétricos”, en Futuro pasado, Barcelona: Paidós, 1993, 205-25, el texto se publicó por primera vez en 1975). Hubo, históricamente, una gama de posibilidades para producir esas diferencias, que fueron del reconocimiento recíproco a la descalificación e, incluso, el desprecio. Una modalidad particular, por pares opuestos y desiguales, implica que el otro pueda sentirse aludido, pero no reconocido. Son modos de hablar de los demás que implican una delimitación excluyente; por ejemplo, la oposición entre “bárbaros” y “helenos” o la distinción entre “cristianos” y “paganos”.
Esas oposiciones han llevado muchas veces a la violencia real y simbólica, pero también han conducido a otros resultados. En principio y en la práctica un “bárbaro” podía volverse “griego”. Incluso, mucho más tarde, los “civilizados”, que ejercieron incontables violencias coloniales contra los “bárbaros”, llegaron a admirar algunas de sus características y a emplearlas, idealizadas, para criticar la decadencia y el lujo de la sociedad propia. En cuanto a los “cristianos”, al menos los primitivos aspiraban a convertir a los “paganos”. San Pablo deseaba hablar a todos: “no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Epístola a los Colosenses, 3:11). Eso no debería llevarnos a olvidar que, en el contexto de la inquisición ibérica, desde fines del siglo XV, esos agrupamientos se volvieron irreversibles: no era suficiente la conversión de los musulmanes o de los judíos al cristianismo (que en muchos casos se había producido contra su voluntad y, en consecuencia, de manera violenta), sino que los inquisidores consideraron que “el agua del bautismo no purificaba la sangre” y justificaban así que judíos y musulmanes fueran expulsados de la comunidad, bajo pena de muerte.
La separación entre “humanos” y “sub-humanos” es también una forma de distinción binaria entre grupos asimétricos, pero tiene una característica particular, que la vuelve inherentemente más peligrosa que las otras dos: del par de grupos, uno queda excluido de la humanidad. Para un heleno o para un cristiano, los bárbaros o los paganos eran humanos, mientras que esa pertenencia a un género común desaparece en el par binario humanos/sub-humanos. Pensar y experimentar la política de esta forma implica discursos de una radicalidad excepcional y abre la posibilidad a prácticas brutales, puesto que cuando se excluye a un grupo de la humanidad la conversión es imposible y solo quedan dos caminos: el sometimiento o la destrucción.
Hasta el siglo XIX, en general, predominó en Occidente el rechazo a la exclusión de algunas personas de la comunidad política en tanto “sub-humanos”: la palabra existía, su uso en ese sentido era criticado. Diversas expresiones del racismo supieron poner en cuestión la humanidad de ciertos grupos por sus características físicas y, así, intentaron justificar por ejemplo la esclavitud por la inferioridad biológica. Como bien probó Jean-Frederic Schaub, la raza es una categoría política y es anterior al siglo XIX (Para una historia política de la raza, Buenos Aires: FCE, 2019), pero no parece haberse expresado de forma mayoritaria mediante el empleo del término “sub-humano” hasta un momento más bien tardío. La aparición de la noción de superhombre cambió un poco las cosas, aunque tampoco implicó de inmediato la adopción de la idea de “sub- hombres”. La mayor violencia del discurso político de la sub-humanidad emergió en el siglo XX. En 1922, Lothrop Stoddard, miembro del Ku Klux Klan, publicó un libro titulado The Revolt Against Civilization: The Menace of the Under-man, que se tradujo al alemán en 1925 como Der Kulturumsturz: Die Drohung des Untermenschen. Desde ahí la historia se vuelve bastante obvia: Untermensch es una palabra horrible de una época horrible.
Son muchos los dilemas que Occidente enfrenta en la actualidad. Las circunstancias son críticas en las formas del intercambio mercantil global, en el cuestionamiento de los regímenes políticos, en los vínculos entre naciones, en la desigualdad de las relaciones sociales básicas, en las reacciones frente a los movimientos migratorios, incluso en la interpretación de las ligazones entre la humanidad y el mundo natural. No es sorprendente que muchas personas experimenten esas tensiones de tal manera que la continuidad de la existencia individual y colectiva parezca amenazada. ¿Pueden concebirse conflictos tan radicales de otro modo? Lo creo posible, en tanto lo fue. Hace un par de años, se encontró en St John’s College, Annapolis, un manuscrito de John Locke, escrito en 1667-8, esto es, cuando todavía se dejaban sentir en Gran Bretaña los ecos sangrientos de enfrentamientos entre católicos y protestantes. El texto se titula “Reasons for tolerating Papists equally with other”. Locke se pronuncia allí en favor de la tolerancia de quienes, hasta poco tiempo antes, habían sido animalizados, definidos como una “plaga” a ser destruida y, en efecto, asesinados o expulsados. Dice en su texto: “Los papistas pueden ser considerados buenos súbditos y, como cualquier otro, deben ser igualmente tolerados, aceptados, e incluso empleados por el príncipe, con igual título que otros”.
El futuro de todos y cada uno de los desafíos mencionados antes no está escrito. En Argentina conocimos bien, en épocas recientes, las consecuencias posibles de deshumanizar al adversario y de llamar a su destrucción. En algún momento, hace cuatro décadas, después de una experiencia colectiva catastrófica, supimos construir un conjunto precario de consensos para evitar que algo así se repitiera. Algunas expresiones amenazan ese compromiso.
Una exploración de nuestro pasado indica que es necesario rechazar los discursos que aborden la crisis a partir de términos deshumanizadores, no aliarse con ellos.
*Investigador del CONICET y como docente de grado y posgrado en l UNSAM.